miércoles, 30 de abril de 2008

Relato corto escrito en 1993 ©Jose Montal


Soñar, dice.


A Marguerite. Y a tí...


Una brisa gélida y solícita viene a traerme el rumor lejano de las olas enfurecidas, el acre sabor del salitre. Me estremezco. Cruzo y fricciono mis brazos buscando algo de calor para un cuerpo del que no me siento dueño en absoluto. Estoy temblando.

La linea pálida de la playa parece cobrar nitidez ante su figura delgada, femenina, esbelta. Efigie oscura que, en la distancia, parece caminar sobre las olas. El aleteo de su larga falda concibe movimientos nuevos y cadencias sensuales. Ha conseguido hechizarme.

Las chillonas gaviotas, entrañables compañeras, levantan inquietas el vuelo ante la nueva presencia. Me pregunto cuál debe ser el origen de aquella inquietud que, como surgida del interior de la tierra, comienza a contagiarme a mí mismo.

El cielo perpetuo es gris y brumoso, la fina arena del color de la ceniza, borrosa. El viento golpea furioso mi rostro y me obliga a entrecerrar los ojos. Esto hace que la figura aparezca con mayor claridad ante mí. Se acerca decidida, lenta pero inexorablemente. Parece ser llevada por la brisa.

Una creciente ansiedad parece convertir el escenario real en teatro de un sueño febril y fantástico. Todo se desvanece en las confusas tinieblas del sueño indolente.

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Parecían no percatarse de mi presencia allí, o era que quizás se negaban a aceptarme entre ellos. Ese grupo magnífico de personas. Se hallaban afanosamente entregados a la tarea de preparar la misión de la siguiente jornada. Deseaba fervientemente terminar con aquella sensación de terrible angustia, pero no era dueño de mi sueño. Mis ojos cansados escrutaban denodadamente, buscándola. La luz macilenta y débil de una solitaria bombilla daba un aspecto siniestro y cavernoso a la estancia. Al otro lado del muro de piedra desnuda, las inquietas aguas del océano, de tonos verde esmeralda, de una oscuridad abismal y profundidad desconocida, hacían incrementar la impresión de desasosiego. La mujer trataba de ser amable conmigo y yo apreciaba su intención de transmitirme serenidad. Pero no lograba apartar de mí el sentimiento de extrañeza ni la profunda aflicción que me embargaba.

Ella no estaba.


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Las gaviotas habían dejado de revolotear sobre la espuma de las olas y se hallaban varadas, sobre su propia imagen, en el espejo que formaba el agua salada al acariciar la playa. Ya no chillaban. Ya no temían. Permanecían atentas, cautivadas por su presencia.

Ahora que la tenía ante mí, que me miraba serena, dulcemente, mi corazón la deseaba. Ansiaba su calor, su armonía, pero era incapaz de expresarlo. Sólo acertaba a consumirme, inmóvil, mirándola con el semblante entristecido y anhelante.

Por fin, ella se adelantó con una sonrisa templada y rodeándome con sus cálidas manos, me abrazó. Me estrechó en su pecho. Cerré los ojos ante aquella soñada demostración de afecto y pareció que el mundo se detenía para siempre. Pude sentir el delicado perfume de su piel, dulce fragancia, todo lo que mi cuerpo, mi alma y mi espíritu necesitaban. Todo lo que había estado reclamando durante toda mi vida con la voz ciega de los que jamás serán escuchados. Con mi mejilla rozando la suya, sintiendo su calor, esbocé al mar lejano una sonrisa inextinguible.

La paz estaba conmigo.

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La presencia silenciosa de María nos acompañaba, –lo había estado haciendo desde siempre– deferente, sin la menor intención ni deseo de interrumpir una demostración de amor inevitable y verdadera. Todos éramos conscientes.

La realidad había sido soñada.
Un sueño se había realizado.
Un deseo cumplido.

Hoy, muchos años después, la relación existe en otra dimensión, no por lejana menos intensa. No por pausada menos ansiada. Por siempre sincera. Ella está en mi y yo estoy en ella.